Habíamos llegado al punto exacto y, sin demora, me coloqué el
equipo a la espalda, atando a conciencia todas las correas y arneses.
Hice
una señal al piloto y él me respondió con el gesto acordado, de
modo que abrí la compuerta y me asomé al vacío. El ruido era
ensordecedor y el viento me empujaba mientras yo reunía el valor y
la concentración necesarias para saltar. No era la primera vez que
lo hacía, pero siempre era mejor tener respeto por aquello que
arriesgaba la propia vida.
Cuando
estuve preparada me lancé. Sentí el vacío, la inmensidad del mundo
a mi alrededor y la ingravidez alojada en mi estómago mientras me
precipitaba. Cuando llegó el momento tiré del resorte y mi
PARACAÍDAS se abrió. Con un tirón, mi caída libre se detuvo. Poco
a poco descendí sobre la espesura del bosque. Tenía todo calculado,
sabía que caer sobre árboles podía ser peligroso, pero tampoco era
esa la primera vez, de modo que manejé mi descenso hasta encontrar
un pequeño claro al que me dirigí. Las ramas de un ÁRBOL atraparon
mi paracaídas y quedé suspendida a unos metros del suelo, cubierto
de hojarasca. Saqué de mi bolsillo mi navaja suiza, pero antes de
cortar las cuerdas de mi equipo, me quedé un minuto en silencio,
agudizando el oído para detectar cualquier posible amenaza que
pudiera sorprenderme indefensa en tierra firme. No oí nada, así que
corté las cinchas de mi paracaídas y caí al suelo. Me puse en pie,
sacudiéndome la tierra y las hojas de mi ropa y mi pelo. Guardé mi
navaja y saqué el LIBRO. En él estaban todas las pistas, toda la
información que me llevaría al lugar.
Esa
misión era, sin duda, una de las más arriesgadas de mi vida.